El goce de la cercanía del fin del mundo parece ser parte de la naturaleza humana.
Durante toda la historia de la humanidad -y seguramente también en la prehistoria- el hombre ha inventado miles de apocalipsis de los más diversos tipos:
Las causas de ese comportamiento -seguramente genético- radican en un ciclo de destrucción-angustia-autoflagelo-arrepentimiento-destrucción.
Destruimos, nos damos cuenta del daño, nos angustiamos, nos culpamos, nos arrepentimos, y una vez vuelta la tranquilidad, volvemos a destruir.
Parece ser que los daños objetivos que estamos infringiendo a la naturaleza, nos han llevado, en forma de neurosis colectiva, a la fase de angustia y autoflagelo, que no nos permite ver con claridad el tema del supuesto calentamiento global.
También son parte de nuestros genes los dogmas, principales enemigos de nuestra incipiente y escasa naturaleza científica. Tendemos a dar por hecho situaciones no comprobadas, y, sin mayor análisis, las insertamos en el ciclo psico-apocalíptico antes señalado.
El alarmismo climático -tema de nuestra época- es sólo la parte saliente del iceberg de esa angustia con que cargamos.
El tiempo -y sólo el tiempo- acabará sacándonos de esta neurosis colectiva que está caracterizando al siglo XXI, situación que nuestros descendientes analizarán burlonamente (bajo un clima agradable, benigno y productivo), tal como hoy hacemos nosotros con el tema de las malvadas brujas medievales.